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Y ahí está. Desde que recuerdo. Magnífica. Desde siempre…
Y ahí sigue, por siempre, si es que la dejan, grandiosa e impertérrita ante las críticas… mi querida y preciosa bahía de Santander.
Considerada por la Unesco (y sobre todo por sus moradores) como una de las más bellas del mundo, recuerdo ver, entre luces y sombras producto del paso del tiempo, a cientos de pequeñas siluetas oscuras que la surcaban de este a oeste cada bajamar, entre destellos plateados del tintineo de las olas… ¿Quiénes eran? ¿Quién moraba en el interior de esas figuras anónimas? ¿Qué hacían esas pequeñas formas, en la lejanía, agachadas en los bajíos del reflujo mareal?
Creo que siempre supe la respuesta, aunque la verdad, nunca me importó. Como a la mayoría de los habitantes del “otro lado”, la ribera norte más “acaudalada”. Hasta ahora… Porque, de repente, uno se da cuenta de que ha pasado la mayor parte de su vida adulta, contando historias allende los mares. Lejos, siempre lejos. Al otro lado de un océano.
Y también, de repente, uno regresa a casa una vez al año, como el turrón por Navidad, tras una de múltiples aventuras, y recuerda a ese ejército de misteriosas siluetas…
Y las busco, cada día, con ahínco, cada vez que miro desde la ventana de mi casa de juventud en dirección Peña Cabarga. Pero ya no están.
O casi…
(Silencio)
En nuestra amada bahía, desde siempre, desde nuestros orígenes, desde el Paleolítico, se ha desarrollado una actividad extractiva recolectora: el marisqueo. Ya nuestros más antiguos antepasados, inteligentes a la vez que hambrientos, se dieron cuenta de la importancia de los moluscos como fuente proteica y de nutrientes. Además de ser fáciles de conseguir, tenían buen sabor y abundaban en todos los páramos… Sabor intenso, a mar, de ese que tanto gusta…
Y así permanecimos, generación tras generación. Siglos y siglos extrayendo bivalvos de la querida madre bahía que todo lo otorga. Marisqueo por pura necesidad. Ese que quita el hambre y ahuyenta el ruido estomacal. Una actividad, mitad trabajo y mitad condena, cuasi marginal, relegada a los más necesitados que encontraron en ella una forma de ayudar a la maltrecha y escasa economía familiar…
Y, de repente, casi sin aviso, entre los años 60 y 80 del pasado siglo, arribó la “Edad de Oro de la Almeja”, consecuencia de un boom económico sin precedentes en el país, que, lógicamente, incitó al aumento del consumo de unos mariscos, muy demandados por las nuevas clases más pudientes. Especialmente de almejas y muergos, y de Pedreña, por supuesto. Convirtiendo a la villa en el epicentro perfecto de bivalvos de primera calidad, llegándose a comercializar más de 500 toneladas de almeja fina y 3.000 de muergos cada año… Época dorada que quedó en el olvido, y que solo pervive en el recuerdo de las mariscadoras más ancianas, ya jubiladas.
Décadas atrás, podíamos encontrar miles de personas marisqueando, o mariscando, en los grandes arenales de la bahía durante cada bajamar. Sobre todo mujeres. Casi en exclusividad. Cientos y cientos de curtidas en mil batallas féminas que buscaban, entre las olas, una forma digna de alimentar a sus vástagos…
Mujeres, siempre mujeres.
Aguerridas. Valientes, trabajadoras, resolutivas y con carácter. Anónimas. Siempre pendientes de la familia, los hijos, la casa, los animales y, sobre todo, del clima y los flujos y reflujos de las mareas. Atentas a los matices en el rolar de los vientos. Que alzaban sus ojos, pidiendo a los santos del cielo esquivar, un día más, a los perturbadores solano y ábrego, que soliviantaban y enfurecían las aguas que inundaban los altos, incitando a las almejas a no marcar sus ojos.
Lucha diaria y constante por la supervivencia. De día, e incluso de noche. En invierno y en verano. Con frío, calor, lluvia y sol. Los altos no esperan a nadie. Mucho menos a quienes no están listas y preparadas. Batalla constante en busca de esquivos ojos que se delaten en la oscura, y a veces arisca, superficie del fondo.
Amayuelas, Cabras, Japónicas, Arrechuces, Almejas de perro, Chirlas, Gurriaños, Verigüetos, Muergos, Morgueras, Torcidas… Preciosa y preciada fauna variopinta, moradora de los verdes “altos”, deleite de los paladares más exquisitos y refinados.
Fango y más fango. Lodo y más lodo. Ese limo que te engulle, hasta las rodillas, y te obliga más de la cuenta, para intentar mantener tu cuerpo erguido… Frío, humedad, de esa que te inunda hasta lo más profundo de los huesos… Horas y más horas con el lomo partido y el agua hasta las rodillas. En la mar. Esa mar femenina, coqueta y peligrosa que tanto seduce. Entre mareas y silencio. Solamente buscando la marca idónea. Arañando el duro limo con la mano desnuda, la rascadera, el trente o el francao. Con el cristal, cual condena, perennemente amarrado a la cintura…
Lluvia que el rostro acaricia. Viento fuerte que amenaza galerna. Chisporroteo constante del agua que todo lo cubre.
En los altos, el tiempo se detiene. Los sonidos distantes desaparecen. El silencio todo lo abarca. En los páramos, solo el susurro del agua y el eco de los propios pasos acompañan cada instante de la dura jornada, al regreso. A casa…
Y llegaron los años finales de la década de los ochenta y su crisis inesquivable. Malnacidos noventas que mandaron el cuento de hadas al traste. El inicio de una debacle que llega hasta nuestros días… Desde entonces, y debido a múltiples causas, que no están del todo claras y sobre las que nadie tampoco se pone de acuerdo, la bonita fábula llegó a su fin.
Contaminación de las aguas y su calentamiento debido al tan manido y tantas veces mencionado cambio climático. El furtivismo que todo lo arrasa sin control y que no entiende de tallas ni edades. La pesca indiscriminada en las riberas de la bahía y la sobreexplotación de los páramos. Los rellenos y dragados constantes… Solo nos queda una única premisa objetiva: la desaparición paulatina de moluscos bivalvos, y, por consiguiente, la de permisos profesionales para ejercer el marisqueo en estas aguas, ha herido de muerte a esta actividad históricamente ejercida por bravas mujeres…
Mujeres, siempre mujeres.
(Silencio)
Hoy, he vuelto a quedar con mi querida Geli. Para regresar a los altos. En busca de amayuelas. Un día más…
Hoy, como ayer y como mañana, si es que la dejan y las rodillas y la espalda se lo permiten, vuelve a pisar la fría arena para “rascar” un poco más allá, en la siguiente marea, en busca de la almeja buena, la almeja madre, mientras Víctor la espera, siempre vigilante y atento, desde la balaustrada del paseo de la costa…
El tiempo pasa. Inexorable. Las mareas suben… y bajan. El viento, aunque cambie de componente, nunca deja de soplar. Pero la historia es eterna, como los recuerdos…
Y ahí sigue. Ya solo ella. El último eslabón de una cadena de aguerridas mariscadoras que la precedieron, y a las que, ya en su merecido retiro, quiero también homenajear desde estas páginas.
Siempre Geli. Cual amazona pronta para la batalla. Estoica y lista para acudir, cada bajamar, a su cita diaria con las ariscas aguas del Cantábrico en busca de sus preciados manjares. Sola, siempre sola. Pertrechada con todos sus cachivaches. Capitaneando a su pequeño e inseparable Anvi (de Ángela y Víctor, sus hijos) por los meandros del Cubas en busca de mejores playas. Embutida en su traje de neopreno para esquivar la helada brisa invernal del océano. Mujer. Independiente. Libre…
Geli, siempre Geli. De sonrisa furtiva y hablar directo. Sin pelos en la lengua. Ruda a la par que cariñosa y cercana. Dura heroína de ojos francos. Chicarrona del norte. Del norte de verdad. De ese norte que se levanta temprano. Del que nunca deja de trabajar, allá en los altos, o en la casa, o en cualquier otro lado.
Ella es, aunque le duela reconocerlo e intente eludir todo lo posible ese dudoso honor, la última amayuelera. La última mariscadora de nuestra querida bahía de Santander. La verdadera guardiana de sus aguas… y sus secretos.
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